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Teatro de Operaciones #1

Periférico Caracas, 2009

Desde 2007, luego de residenciarse en Guasdualito, en el Alto Apure, región fronteriza entre Venezuela y Colombia, Rodríguez ha reorientado su trabajo artístico y ha podido observar una realidad social compleja. Su preocupación por la idea de “seguridad” se ha desplazado hacia el tema territorial, más allá de la problemática específica de las estrategias museológicas.

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Bajo el título Teatro de Operaciones Nº 1, en marzo de 2009 presentó una exposición en la galería Periférico Caracas, que reunía una serie de 17 fotografías titulada El encargo, 18 videos cuyas carátulas formaban una instalación, tres acciones presentadas el día de la inauguración y una instalación referida a la cultura árabe. El título alude a la zona fronteriza patrullada por el ejército venezolano y expuesta a una constante violencia, derivada de la actuación de grupos armados diversos, entre los cuales se deben mencionar a las FARC–EP –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Ejército del Pueblo-, los paramilitares, el narcotráfico, el FBLN –Frente Bolivariano de Liberación Nacional, el ELN –Ejército de Liberación Nacional– más conocido como los “Elenos”, entre otros.

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La referencia a los “cuerpos fronterizos” se observa sobre todo en la serie El encargo que actúa como posible testimonio del sicariato, pues las fotografías del paisaje urbano o rural incluyen una descripción minimizada de un nombre propio, lugar y fecha, que parecen aludir a un posible reporte criminalístico, si se recuerda que esta estrategia ha sido usada por otros artistas para denunciar los asesinatos políticos, como la pieza Aquí no cabe el arte del colombiano Antonio Caro.

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En una entrevista realizada al artista en 2009, le pregunté sobre el origen de esa violencia “naturalizada” en el paisaje rural y urbano, que a su vez desmitifica el sentido bucólico del llano como geografía nacionalista: “¿Es una violencia que tiene un trasfondo político? ¿Son grupos específicos y reconocibles por la población los que recurren a la práctica de “el encargo” como mecanismo de poder a través de la política del miedo?”. Y Rodríguez respondió:

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El origen de esa violencia es político y social. Aunque suene repetitivo, en necesario señalar al menos dos fuentes de esa violencia. En primer lugar, la desigualdad producida por el modelo latifundista, que es de larga data y es apenas ahora cuando se trata seriamente de cambiar en medio de grandes dificultades sociales, culturales y de posibilidades reales de producción. Son muchos años bajo esta concepción y revertirla implica tocar aspectos medulares de una cultura de la injusticia asimilada y naturalizada. La novela Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, por ejemplo, es la lucha entre el terrateniente “bueno” y el terrateniente “malo”. En segundo lugar, la penetración de la violencia colombiana, que como sabemos, es originada por las agallas de una clase poderosa, oligarca y arrastrada, que se ha negado históricamente a abrir siquiera alguna ventana a las clases obreras y campesinas. Bueno, se toman en serio su rol de clase y por eso asesinaron a Gaitán y salió el general Matallana acribillando campesinos hace ya cinco décadas atrás. ¿”lugar común” hablar del episodio Gaitán? No. Este episodio no es sino una muestra del pensamiento y determinación de esta gente en mantener su poder y su modelo impuesto, como lo es también el asesinato de líderes guerrilleros pacificados del M–19 y la Unión Patriótica, entre otros y que se confrontan con las Autodefensas Unidas de Colombia –AUC–, creadas por militares y hacendados que desde vieja data expulsaron a los campesinos de sus tierras y han extendido la violencia  ahora al territorio venezolano y no solamente a los lugares fronterizos. Basta leer la propuesta de las FARC–EP a lo largo de su historia para constatar que no se ha tratado de irracionales extremistas. Extremistas han sido estos grupos poderosos que se han mantenido en el poder, y esta no es una frase efectista, es una característica muy precisa de esta gente. Son extremistas con el poder en sus manos. Pero las cosas se han complicado con el asunto del tráfico de drogas donde todo el mundo se pelea el control, comenzando con la DEA y el comando sur como uno de sus brazos armados. Pero como toda maraña, tras el tráfico de la droga existen intereses geopolíticos, continentales importantísimos en este conflicto. […] Volviendo a la maraña actual de la violencia altoapureña, bueno, las luchas entre todos estos grupos y de las fuerzas regulares de ambos países han abierto un espacio inédito a agrupaciones del hampa común organizada. Estas agrupaciones han aprendido a sobrevivir y actuar en un contexto de continua zozobra, de sospecha de todo el mundo, de amenazas de muerte por engaños amorosos, o por cualquier deuda por pequeña que sea, de extorsión en nombre de la guerrilla o los paramilitares, etc. En fin, el origen de toda esta violencia es política y social y sus manifestaciones se han hecho plurales y complejas. Y la desmitificación del llano como geografía nacionalista es fundamentalmente un acto de sinceridad (Rodríguez, 2009). 

 

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Pareciera que la violencia en el territorio fronterizo venezolano–colombiano, según la reflexión de Rodríguez, asume una forma desterritorializada con signos de balcanización de un conflicto militar que hoy tiene expresión en el llamado Plan Colombia y la instalación de bases militares extranjeras de carácter estratégico. La violencia específicamente territorial –la lucha por el poder de la tierra entre terratenientes y campesinos– se ha desplazado a un terreno político “transnacional”, que afecta al cuerpo social, pues involucra a muchos de los habitantes de la zona con la cultura del miedo. Es por ello que otra de mis preguntas fue: “¿Cómo se podrían describir esos “cuerpos fronterizos” asediados por la violencia con relación al cuerpo de la nación, sobre todo en momentos en que políticamente se ha asumido una reformulación revolucionaria del estado-nación? ¿Existe una respuesta colectiva u oficial desde el Estado?

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La respuesta de Rodríguez confirma la idea de la activación de la autocensura producida por un miedo constante:

Son los cuerpos de la anarquía y la sin razón. El enemigo está en todas partes, dice la gente; todo el mundo “me” vigila, no existe ninguna regla escrita u oral, oficial o extraoficial que me garantice la vida. Creo que el Estado no ha dado hasta el momento respuestas contundentes que generen confianza y tranquilidad en la población. No existe aparente coherencia entre la posible mirada macropolítica del Estado, con la vivencia micropolítica de la población. La sensación generalizada de la población es que los militares de la zona son solo payasos, que no hacen un coño o están implicados, que no existe una planificación para resolver el problema por parte de las autoridades a quienes les compete. El estado debería generar la seguridad en la población sin descuidar los aspectos macro y estratégicos de esta problemática (Rodríguez, 2009).

 

Esta situación de constante tensión y violencia ha estimulado una autocensura colectiva, que se ve compensada con una amplia proliferación de la cultura festiva regional, marcada por el canto y el baile, según alude el artista cuando introduce en la muestra dos acciones: una cantante que ingresa a la sala montada en un caballo y un bailador que realiza un zapateo también en el espacio expositivo.

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Si el “paisaje” se convierte en una metáfora del cuerpo social expuesto a la violencia, totalmente trastocado, las alusiones a la “reparación afectiva” de la práctica del canto y del baile podrían considerarse como respuestas colectivas conscientes o intuitivas que anteponen el placer al dolor y “reconforman” los cuerpos. La música y el baile pueden representar un “habla” que se desplaza a otras formas discursivas, debido a esa autocensura profunda causada por la violencia cotidiana, experimentada de manera silenciosa y que, como frontera simbólica, paraliza a los cuerpos. Cabe aquí recordar la noción de frontera elaborada por el investigador argentino Alejandro Grimson:

Hay fronteras que sólo figuran en mapas y otras que tienen muros de acero, fronteras donde la nacionalidad es una noción difusa y otra donde constituye la categoría central de identificación e interacción. Esa diversidad, a  la vez, se encuentra sujeta a procesos y tendencias. Paradójicamente, cuando se anuncia el “fin de las fronteras”, en muchas regiones hay límites que devienen más poderosos” (Grimson, 2005: 132)

 

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Frente al silencio propio y externo, este artista elabora videos tomados con su teléfono celular en los cuales recurre a la autorrepresentación y recrea la imagen de El grito (1893) de Edward Munch, tan cara al arte moderno, y la redimensiona con el canto llanero de la región colombo–venezolana que es atravesada por la línea fronteriza, enfatizando su posible tono de lamento. 

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En los videos, Juan Carlos Rodríguez recurre a su propio cuerpo a modo de serie “performática” que alude tanto al propio campo del arte, como a las historias sociales de la región. La estética de la precariedad que se privilegia, tanto en el medio como en las acciones elegidas, también representan una metáfora de esa carencia expresiva social, que finalmente encuentra su vía de escape en la fiesta, a través del baile y la música. Pero también Rodríguez, irónicamente apunta hacia el interior del campo del arte, exhortando a que la práctica artística supere la tradición tautológica y se involucre más directamente en lo social.

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La pieza titulada Seguridad, territorio, guayabo, población, redimensiona el título de un trabajo de Foucault (2006 [1978]), con la diferencia que incorpora la idea de “guayabo”, que en términos coloquiales puede ser entendido como “despecho amoroso”, o “pérdida amorosa”. El guayabo resume diferentes problemáticas asociadas con la inseguridad social y la violencia experimentadas en esa zona fronteriza. El diálogo con la historia de las tecnologías de seguridad que desarrolla Foucault en ese libro, es empleado por Rodríguez para visibilizar el sentimiento de desamparo que experimentan los sujetos con relación a su espacio territorial. Su propia vivencia en la región del Alto Apure, lo ha llevado a reconocer que en cada familia, hay, por lo menos, un muerto. Las causas de la violencia son complejas, y no hay autoridades capaces de enfrentarlas y sistematizar algún tipo de orden y seguridad. La población queda así indefensa y expuesta a la anarquía.

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La reiteración del gesto se observa en la mayor parte de sus videos, porque el artista recrea el lamento característico del contrapunteo de la música llanera, para así crear una metáfora de la violencia que representa la autocensura y el silencio, en lo social y en el arte. Las referencias al campo del arte se observan en los videos titulados: Qué es el performance y Paisaje didáctico. En el primero, Rodríguez ironiza tautológicamente, a modo de conferencia, sobre las características de esta modalidad artística en el marco de la historia del arte occidental, mientras el artista Juan José Olavarría le corta el cabello. En Paisaje didáctico se trasviste cuando simula a un apureño para describir la violencia geopolítica de la zona fronteriza del Alto Apure, a partir de la ironización del paisaje pictórico tradicional del llano, evidenciando los límites de los modelos de lo nacional como de los géneros del arte.

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